Aira, Cesar, Cesar Aira, César Aira

En la Semana Santa de 1987, Aldo Rico –al frente de un grupo de carapintadas– toma durante cuatro días la Escuela de Infantería de Campo de Mayo en un intento de impedir el avance de los juicios contra los responsables de las violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura cívico-militar. En diciembre, César Aira termina de escribir Embalse.

En la superficie, la trama es sencilla: una familia alquila una casa en una localidad de veraneo donde, con la excusa de descansar, un poco se aburre. Pero entonces, debajo de esa aparente calma, empiezan a suceder cosas extrañas, a tal punto que Martín confiesa: “Todo es raro. Me resulta difícil entender lo que está pasando aquí”.

“En las vacaciones todo era así: inútil, y al mismo tiempo, de modo obvio, lo contrario”. Y es con esta estrategia narrativa, la yuxtaposición de opuestos, como el narrador relatará la historia de Martín: “Los árboles parecían excesivamente árboles, eso sí, pero no demasiado”.

Como suele suceder en las fábulas airanas, la comprensión anula la risa. Es menester, por lo tanto, abandonarse gozosamente al in crescendo que enlazan los días vacacionales de Martín y que incluyen a un enano medio turbio, a un genetista amoral, a un escuadrón de gallinas criminales, a un hombre fosforescente, a César Aira, “el ‘distinguido escritor’ [...] hermoso como un dios heleno”, a Karina la niñera, a su mujer en mute con cara de ogt, a sus hijos rompequinotos, en un continuum en el que lo onírico y lo real son dos intensidades de la misma materia.

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