Aira, Cesar, Cesar Aira, César Aira




Haber hallado en el interior de un libro una telenovela gauchesca fue un golpe del que todavi´a no se repone la literatura argentina. Ce´sar Aira ya veni´a reinventando la po´lvora, y en una doble tabla rasa –ambas muy utilizadas–, la del pasado y la del desierto, planto´ las banderas de un mundo enloquecido y funcional en el que el delirio vale tanto o ma´s que las estructuras lo´gicas que siempre desearon confinarlo.

En la primera pa´gina de La liebre (publicada en 1991, fechada en 1987) Juan Manuel de Rosas hace abdominales. La escena, que parece salida de la vida moderna, en la que el fitness es un ha´bito ordinario, comienza a filtrar retrospectivamente las paredes de la historia. Y es en la unio´n de esas dos eras mitolo´gicas –la de la actualidad y la del recuerdo histo´rico–, forzadas por cierta profilaxis puritana a mantenerse divididas, donde se destila la materia aireana que este libro no estrena pero ayuda a desplegar hacia sus niveles ma´s altos.

En el desierto brotan las historias como salidas de un la´piz ma´gico –y queda claro que las historias no salen del la´piz sino del blanco por el que se desliza–, desatando una dina´mica de personajes centrifugados y finalmente reunidos por la u´nica fuerza que puede unir drama y naturaleza: la fuerza del parentesco. No tiene importancia que el naturalista Clarke, el baqueano Gauna, los caciques en guerra –y en e´xtasis especulativo– y el joven pintor A´lzaga Prior, asi´ como los relatos que proliferan y tambie´n se interrumpen siguiendo el ritmo de una mu´sica causal, se desplacen por el espacio infinito de la pampa porque, tarde o temprano, terminara´n reunidos en el plato´ donde van a atarse los hilos sueltos de la aventura.



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